sábado, 29 de agosto de 2009

Anhelo


Nora no se lleva bien con Franco
No le gustan las personas de pocas palabras, la asustan esos ojos negros grandotes. Sabe de que a Franco le gusta espiarla cuando va a servirse café en la maquina que esta en el pasillo cerca del escritorio de él. Siente sobre su cuerpo una mirada profunda, como una mano que se entrelaza en su pelo, que recorre su espalda y se detiene en sus caderas.
La mañana del jueves cuando se entero que lo habían despedido por motivos que no se hicieron públicos, sintió que ir a buscar un café a la maquina que esta en el pasillo ya no tenia sentido.

miércoles, 22 de julio de 2009

La pregunta


Coloco 50 yen en el motor de búsqueda, hizo la pregunta y apretó el pedal con fuerza.
Buscaba una mujer con casa propia para casarse.
Kazaa, el Druida de la segunda zona, allá por Pompeya, le había dicho:
—La maquina, es mejor que perder tiempo en el rubro sexo de las paginas amarillas —lo miro con los ojos empañados en alcohol —a veces falla, pedís el horóscopo y te da la sensación térmica, nada es perfecto.
Esperaba que esto no sucediera, se había gastado todo su dinero en viajes y hoteles para llegar aquí, no tenia un peso mas, ya no podía volver.
Espero largo rato, mientras rastreaba la respuesta el artefacto mostró escenas de gran hermano.
Bajo el volumen de las voces y subió el de la música, era una canción espantosa cantada por una tal Britney Speart, con mal humor corto el sonido de la música también.
El armatoste gorgoteo algo y se apago.
— ¡Mierda! —dijo
Comenzaba una transmisión histórica de la Euro 2004 que bloqueaba todas las terminales. Insultó otra vez y comenzó a patear el aparato con furia. Se sintieron unos ruidos extraños en su interior, por una ranura debajo del visor salió una tarjeta, la leyó y la tiro con rabia a un costado. Se alejo maldiciendo, en el piso las letras titilaban y se podía leer el resultado de su búsqueda. Esa mujer que buscaba quedaba en un lugar inalcanzable, allá lejos frente a su casa.

miércoles, 22 de abril de 2009

El traje de mi padre


Papá llevaba la ropa como la llevan los nenes, se notaba que había sido elegida por otros, que incluso hasta se la habían puesto. En la elección de los colores reconocí a Mariela, la camisa azul, el chaleco bordó, quién sino mi hermana podía escoger esa combinación para papá. ¿Estás contento?, le dije cerca de medianoche. Asintió con la cabeza, sonriendo. No tenía puesto el audífono. ¿Te gusta la fiesta?, insistí acercándome a su oreja izquierda. ¡Muy linda, muy linda!, dijo y me palmeó la espalda. Ésa era su forma de demostrar afecto, con palmaditas como las que se le dedican a los perros cuando dan la pata.
La tía Susy trajo la torta, cinco kilos de bizcochuelo bañado en chocolate sobre el que ardían los números ocho y cero. Con buen tino Mariela había convencido a la tía para que no pusiera ochenta velitas. ¿Vos querés que el viejo se muera el día de su cumpleaños?, le había dicho y la tía Susy se persignó y aceptó el cambio de plan. ¡Tres deseos, Marcos, no te olvides de los tres deseos! Sentí un escozor, no lograba imaginar qué deseos podría pedir mi padre.
Juanjo tocaba mal la guitarra, pero esta vez agradecí que la hubiera traído. Como siempre, hizo un par de rasguidos, puso cara de desagrado y empezó a manipular las clavijas para afinarla. Nunca entendí por qué la guitarra estaba siempre desafinada. Atajate ésta, Marcos, dijo Juanjo y arrancó con el tango Volver. A papá le brillaron los ojos, se levantó de la silla, cruzó el living y se paró junto a Juanjo que después de Volver, siguió tocando tangos, uno tras otro. Al tercero, papá cantaba a los gritos, siempre fue desentonado pero con la sordera y el vino parecía una caricatura de sí mismo. ¡Otra, otra!, coreábamos todos como si el dúo necesitara algún estímulo para seguir con el repertorio gardeliano.
Después de El día que me quieras, papá desapareció y Juanjo aprovechó para guardar la guitarra. Mariela trajo café, aunque la mayoría de nosotros preferíamos seguir con el alcohol. Papá tardaba en regresar, la próstata lo obligaba a ir al baño a cada rato, así que no me preocupé. ¿Dónde se metió el viejo?, me preguntó Mariela, pero no tuve tiempo de decir nada, la entrada de papá vestido con el traje que había usado en su casamiento me enmudeció.
Miren, dijo en voz alta, ¡tiene más de cincuenta años y está como nuevo! Salvo Mariela y yo, los demás no entendían de qué se trataba. Con éste me casé, dijo acariciando las solapas, a medida me lo hicieron. Más de cincuenta años y me queda pintado. ¡Pesás lo mismo que a los treinta!, se asombró mi primo Oscar que engordó veinte kilos desde que se casó. Pintado me queda, repitió papá. Pensé que si mamá hubiera estado viva, no habría podido ponerse el vestido de novia. Si bien no era gorda, con los años había perdido cintura y ganado caderas. Me miré en el reflejo de la ventana, todo indicaba que yo seguiría los pasos maternos.
Pintado me queda, dijo una vez más. Los hombros armados del traje no hacían sino resaltar su cuello de tortuga, la cara angulosa, las mejillas chupadas, el pelo blanco y escaso. Supe que alguna vez, y no faltaba mucho, lo velaríamos con ese traje y sentí ganas de llorar. Te queda muy bien, papá, estás muy elegante, le dije y le di unas palmadas en la espalda.

sábado, 28 de marzo de 2009

Agencia de noticias


—Ahora si que se puso feo el asunto, Doña Elsa
—No me diga que el Pancho se avivo.
—pa´ no avivarse, si ella le hacia los cuernos en la propia cara de el y no quiero hablar mas que estamos en la cola de la carnicería.
—Vea que yo le decía a mi marido. “Tu amigo el Pancho, es un estupido, como es que no se aviva”.
—Justo lo que yo digo, Doña Carmen.
—¿Sabe lo que me decía? “No hay peor ciego que el que no quiere ver”
—Mire yo se lo comentaba a, Tita que es intima mía
—¿A quien?
—A, Tita la que atiende el quiosco de la calle Viamonte.
—A bueno, esa también tiene su historia.
—Si es por eso…… hay tantas que tienen historia
—que me quiere decir.
—Yo, nada usted sabrá
—a ver si ahora se va a hacer la santita, como si no la hubiera visto subir a la camioneta de Alberto el relojero
—¡Que lengua!, para que sepa, a veces me lleva hasta la parada del ochenta y seis, porque yo trabajo, no como algunas que no hacen nada todo el día y se la pasan sacando el cogote por la ventana a ver que pasa en el barrio.
—Mucho trabajar, mucho trabajar, pero mejor porque no mira lo que pasa en su casa.
—Más le gustaría tener una familia como la mía, y no ese marido vago que vive del cuñado, que ni hijos sabe hacer.
—¡Para tener hijos como los suyos! El varón se la en la pasa en la esquina de quiosco fumando marihuana y su hija bastante rapidita.
—¿No será que esta despechada porque el Pancho ya no le da más bolilla?
—¡Hay por favor!, se cree que tengo tan mal gusto. A usted le gustara, que se caso con ese bicho que tiene de marido.
—No le contesto porque llego mi turno en la cola y estoy apurada que tengo que prepararle la comida al nene. Don Juan, me da un kilo de bifes angostos, pero que sean tiernitos que los que lleve el jueves eran una suela.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Inspirado en “Los discursos del pinchajeta” De Julio Cortazar
La imagen es una digitalización de una escultura de Perera
Todas las noches después de que el reloj del comedor hace sonar las campanadas que indican el fin de un día y el comienzo otro, Natalio sale del interior de la caja de alfajores que tengo sobre el modular y mirando fijo hacia el ángulo superior izquierdo de la habitación grita.
— ¡Ahí, ahí!
Nunca le presto atención, ni siquiera lo hice el primer día que comenzó con sus avisos, hace ya más de cuatro años. Es que Natalio por cualquier pavada hace un bombo bárbaro, bien que lo conozco. Yo, lo que hago es ignorarlo, me levanto, voy hasta la cocina donde me preparo un café bien calentito en invierno o un vino con soda bien helado en verano y me siento a leer algunos artículos del diario que me quedaron pendiente.
Eso enfurece a Natalio que cada vez grita más fuerte.
— ¡Ahí, ahí!
Si estoy en unas de esas noches en que tengo ganas de molestarlo, pongo en el equipo de música un disco de Muhammad Idris. Si hay algo que Natalio no tolera es el Soul. Me causa mucha gracia verlo golpear los brazos a los costados de su cuerpo mientras grita “¡Ahí, ahí!” y abre las plumas en un abanico de colores que siempre resulta agradable.
Cuando se cansa de hacer tanto espamento vuelve a la caja de alfajores y duerme como un bendito hasta las once de la mañana cuando sale a reclamar su desayuno.

Anoche como de costumbre, Natalio salió para gritar a voz en cuello.
— ¡Ahí, ahí!
Como siempre, decidi ignorarlo. Cuando estaba a punto de levantarme a preparar el café, sentí algo a mis espaldas, algo que se movía, algo que era enorme, algo que no era natural, algo con un aliento feroz, un aliento que olía a muerte o alguna otra cosa que me negaba a identificar.
Mis nervios y mi sangre me gritaban que mirara por sobre el hombro, pero la razón me lo impedía, sabía que mirar esa innombrable cosa, esa abominación, seria la locura.
El grito de Natalio era un chillido agudo que lastimaba los tímpanos y contrastaba con la respiración que detrás mío resoplaba, rugía. Senti miedo, un miedo que me hizo pensar que la muerte era mejor que enfrentarme a tal espanto.
Con los músculos tensos como el acero me obligue a ponerme de pie y caminar hacia donde estaba la cafetera, cada paso dolía en los huesos, era caminar en una gelatina densa que no solo me frenaba si no que además hacia difícil la respiración. Cuando llega a la cocina cerré con violencia la puerta. Rompí dos tazas antes de poder servirme café. Me senté en un banco pequeño lo mas alejado de la puerta hasta que Natalio dejo de gritar y se fue a dormir.

Desayunamos en silencio, Natalio come las tostadas con manteca y toma el café con leche como si no hubiera pasado nada. Ninguno de los dos hacemos referencia a lo ocurrido anoche. Yo por mi parte juro que no voy a volver a quedarme nunca mas tan tarde levantado.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Día peronista


Estaba de mal humor, había discutido con mi mujer y me dolía una muela, pero no me quedaba otra, tenía que ir al asado. Es un ritual que nos quedó de la época de militancia, todos los primero de mayo hacemos un asado en lo de Martín. Vos sabés, hace rato que yo no como carne, pero igual voy y le doy a la ensalada y, cuando Martín se acuerda, pone para mí algunas papas entre las brasas, aunque protesta porque no es de machos comer verduritas. La cosa es que el primero de mayo estaba ahí, escuchando hablar pelotudeces con mi mejor cara de no me jodan, puteando porque los tarados de mis amigos habían puesto la mesa en el patio. Siempre comemos afuera, qué sé yo, cosa de peronistas, amantes de las ceremonias. Yo me opuse, pero cuando estoy con mala onda nadie me da bola, así que comimos afuera. El sol era un rectánculo de medio metro en un rincón del patio y ahí nos amontonamos. Como me cagué de frío toda la tarde, a la noche tenía fiebre y odiaba a todo el mundo. Para colmo, mi mujer también se engripó y me echó la culpa a mí. Quién me mandó hacerle caso a un peronista, me decía a cada rato, como si yo hubiera tenido la culpa de que el primero de mayo estuviera nublado.

martes, 7 de octubre de 2008

La llamada del mutismo tieso

No supo en que momento pasó del sueño a la vigilia.
Tenia los ojos cerrados pero podía escuchar todo lo que sucedía a su alrededor. Ensayo abrirlos, pero por más que se esforzó los parpados y los músculos del cuerpo estaban tiesos.
A veces le pasaba.
Los médicos nunca habían dado con un motivo. Aparentemente era psicológico.
Lo único que podía hacer era no asustarse, la parálisis nunca duraba más de tres o cuatro minutos.
Oyó la vos de su esposa en la otra habitación hablando con alguien.
No pudo distinguir lo que decían, solo el tono. Eran su hijo y su mujer. Estaban discutiendo sobre algo. No se llevaban bien, pero jamás habían discutido de esa forma.
Hablaban en vos baja, notaba resentimiento en las voces, le pareció escuchar un llanto.
¿Que hacia su hijo a esa hora en la casa?
Algo andaba mal, ya tenía que haber salido de la crisis.
Quiso llamar a su mujer, pero era como si no tuviera boca. Ningún sonido salio de ella.
Entraron en la habitación, por los movimientos eran dos personas. Olían a colonia de hombre recién puesta.
Alguien se puso a Hurgar en su placard haciendo ruido con las perchas.
-Este azul oscuro me parece que va andar.
-Dale, que te ayudo a vestirlo.
-Deja ya viene la ambulancia, lo hacemos nosotros en la funeraria.
Le exploto la cabeza. Entre las voces reconoció la de su amigo y medico de cabecera.
Necesitó gritar, quería decirles que estaba vivo.
Percibió el perfume de su mujer entrando en la habitación. Se acerco, luego de acariciarlo le dio un beso en la frente, y lo cubrio con la sabana hasta la cabeza antes de irse.
Un alarido, le nació en la mente y de allí no salio.
Aulló, bramo, y no paro de hacerlo hasta que el chillido se convirtió en un ronco estertor.
La ambulancia, el olor rancio de las flores, los llantos y el sonido de gente desfilando a su alrededor, dejaron de tener sentido.
El tiempo se detuvo.
El olor acre del estaño fundiéndose para soldar la tapa del cajón y el silencio, le trajeron resignación, un sosiego que nunca antes había conocido. Cuando sintió las primeras paladas de tierra sobre el cajón, pensó, que por su bien, ojala esto fuera la muerte.